domingo, 17 de julio de 2011

Elegir el menos malo


Rafael Velasco, sj (Rector de la Universidad Católica de Córdoba)

Varias veces hemos comentado críticamente artículos del P. Velasco; en esta ocasión publicamos su artículo pues expresa, a nuestro juicio, la posición correcta sobre el tema electoral.



Todos sabemos que lo que se dice en las campañas electorales es sólo eso: promesas de campaña; es decir, afirmaciones que poco tienen que ver con lo que luego será la realidad.

Sin embargo, el sistema funciona alrededor de eso: los consultores, “midiendo” lo que hay que decir (qué temas tocar y qué conviene prometer), y los ciudadanos, escuchando lo que es bastante ficticio, ya que luego esas palabras y promesas probablemente tengan muy poco correlato con la gestión real, que es áspera e incierta.

No son pocos los candidatos que piensan (y a veces lo dicen por lo bajo): “Si les digo la verdad, es probable que no me voten”. Y obran en consecuencia. Es más, las campañas cada vez se parecen más a una lucha entre publicitarios que compiten por quién presenta de manera más agradable su candidato al gran público. Así se modifican aspectos físicos que puedan ser contrastantes, se moderan discursos, se pone tal o cual inflexión en la voz a la hora de mirar a la cámara. Las publicidades distan cada vez menos de las que se hacen para vender productos electrodomésticos, autos o yogures.

Se escucha con frecuencia que todo el mundo se queja de los candidatos y luego termina votando –dice– “al menos malo”, lo cual parece ser ya una constante.

Me quisiera detener en esta afirmación: “votar al menos malo”. Si se la examina críticamente, más allá del descreimiento que trasunta, es un poco irresponsable, ya que oficia de coartada autoexculpatoria. Significa: “No tenía alternativa, elegí al menos malo”. Esto quiere decir que no he votado por convicción y, por lo tanto, no soy responsable de lo que pase.

De ese modo, uno manifiesta un cierto desapego por el voto y por la persona elegida. Así, uno queda un poco a resguardo. Si el gobernante no es bueno, siempre queda el recurso de decir –y decirse– que votó al que le parecía menos malo, pero que después resultó muy malo.

Es un deporte remanido y efectivo el tiro al blanco contra los políticos. Conozco de memoria la argumentación de los grandes “indignados” de la política que, con su profusión de diatribas contra “los políticos” (así, en general) lo único que hacen es intentar tapar dificultosamente su pereza y falta de compromiso ciudadano.

Me pregunto: ¿cuánto tiempo dedicamos a pensar los problemas reales, a informarnos de lo que los partidos proponen; cuánto tiempo en formarnos políticamente? Y más aún, ¿cuándo nos hemos comprometido nosotros en la cosa pública, no necesariamente en un partido, pero sí en alguna organización social o comunitaria?

Si alguien intentó comprometerse políticamente y luego fracasó o le fue mal, tal vez tenga un poco de autoridad para quejarse, pero quien no arriesga nada más que su voto cada cierto tiempo, tiene poco derecho a declararse escéptico, porque en realidad lo que se esconde es una gran pereza y bastante falta de compromiso por lo público.

Hemos dejado la cosa pública a un grupo (“los políticos”) al que consideramos –por lo menos– sospechoso; quien se mete en política, por más que sea alguien cercano, de inmediato se transforma en un potencial deshonesto.

Con esto, nos cerramos a nosotros mismos las puertas. No participamos y, si alguien lo hace, entonces se ha ensuciado y ya no es digno de confianza.

Es cierto que hay políticos que deshonran el noble oficio de funcionario público, de servidor público, pero no son todos. Y no nos hace bien meter a todos en la misma bolsa, porque así fomentamos un sentir que finalmente se nos vuelve en contra.

Se da la profecía autocumplida: pensar que todos son pésimos hace que tengamos una política pésima. Pero es pésima también porque los ciudadanos no nos comprometemos ni siquiera con el voto, terminamos votando “al menos malo” y no convencidos.

¿Un “mal” necesario? Se denuesta a los partidos políticos (los mismos dirigentes se han encargado de vaciarlos), pero estos son el vehículo fundamental de la democracia representativa.

La política no se hace con outsiders ni con voluntariosos aislados. Se construye con partidos fuertes. Nadie pierde más que los ciudadanos con partidos débiles.

Ya casi no se habla de partidos; se habla de “espacios” políticos que, por lo general, se encolumnan tras un líder que hasta da nombre a ese “espacio”.

En algunos de estos, ocurre que, en vez de elegir a los candidatos de abajo hacia arriba, el proceso es a la inversa: todos pendientes del dedo prodigioso del (o la) líder. Y no pocas veces vemos a ese líder alineado una vez con unos y en otras, con otros.

No hay certeza ideológica ni programática. Eso no favorece en nada a la calidad de la democracia, porque finalmente los que sí están organizados (las corporaciones empresariales, sindicales, profesionales, religiosas) terminan imponiendo sus agendas a los líderes, a cambio de su apoyo. Un apoyo que, en realidad, debería venir de las bases.

Por eso, antes que considerar la política un mal necesario y a los políticos malos en el ejercicio, habría que repensar lo que hacemos los ciudadanos de la política y qué clase de política estamos favoreciendo. Los dirigentes son principalmente responsables del descrédito. Eso está claro, pero no sólo ellos.

Si queremos una mejor política, tenemos que ponernos en movimiento como ciudadanos y participar. Para exigir que nuestros representantes hagan bien su trabajo, tenemos que comenzar por hacer bien nuestro trabajo como ciudadanos, que no es –como piensa la mayoría– sólo emitir el sufragio cuando somos convocados, sino también habitar de manera activa todo lo que hay entre sufragio y sufragio: informarnos, formarnos y participar. Y comprometernos también con nuestro voto. Porque la opción de votar “al menos malo” revela –en el fondo– lo malos que somos como ciudadanos.

La Voz del Interior, 17-7-11