sábado, 27 de marzo de 2010

Pobreza y solidaridad

POBREZA Y SOLIDARIDAD [1]
(Desde una perspectiva cristiana)

El tema de esta exposición es el eje central del documento del Episcopado Argentino, “Denle ustedes de comer”
[2]. El título hace referencia a la orden que Jesús dio a sus discípulos, cuando se encontró frente a una multitud desprovista de alimentos (Mc 6,35-36). Los apóstoles le habían sugerido que despidiera a la gente para que fuera a comprar comida a los poblados, lo que contrasta con la actitud del Maestro: Denles ustedes mismos de comer. Acotan los Obispos que, “en esa actitud se puede ver reflejado el desinterés por el bien común de buena parte de la dirigencia argentina, que sólo se apacienta a sí misma”.
En aquella ocasión, que relata el Evangelio, se produjo el conocido milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, que se transformaron en suficiente alimento para saciar el hambre de todos los presentes. Incluso, con lo que sobró se llenaron doce canastas, número simbólico que parece indicar que cada uno de los apóstoles poseerá este pan inagotable, con el que se puede seguir alimentando a todas las personas, de todas las generaciones.
Los Obispos señalan: “Para reencontrarnos como Nación debemos atender a los que más sufren: los mayores sin salud, los adultos sin trabajo, los jóvenes sin educación y sin futuro, y los niños sin alimento”. Debemos recordar que, siempre, las comunidades cristianas se ocuparon de los pobres. El responsable de ello era el Obispo; a tal punto, que la Didascalia (ordenanza eclesiástica), en el siglo III advertía que con las limosnas privadas se agravia al Obispo. Los pobres que recibían ayuda regular eran denominados matriculari, pues estaban inscriptos en el canon de la Iglesia. Por ejemplo, en el 251, la Iglesia romana tenía 1.500 matriculari, y los recursos alcanzaban para todos. El principio que se aplicaba era: a los capaces de trabajar, procúreseles trabajo; caridad, sólo a aquel que ya no puede trabajar.

Realidad de la pobreza

En la actualidad, el fenómeno de la pobreza adquiere otras características, que debemos indagar para conocer sus rasgos pavorosos e inéditos en la historia del mundo. Nada menos que el Presidente del Banco Mundial, Wolfensohn, en un discurso el 26-9-2000, insistió en que “algo está mal”. Algo está mal cuando el 20 % más rico de la población mundial recibe el 80 % del ingreso global. Algo está mal, cuando 35.000 chicos mueren de hambre cada día. Algo está mal, cuando l.800 millones de personas viven con menos de dos dólares por día, y l.200 millones, con menos de un dólar por día. Frente a esta realidad, Wolfensohn afirma que “ha llegado el tiempo de cambiar nuestra forma de pensar. El tiempo para darse cuenta de que vivimos juntos en un mismo mundo, no en dos: esta pobreza se encuentra en nuestra propia comunidad, dondequiera que vivimos. Es nuestra responsabilidad”.

Si enfocamos la lente a la realidad argentina, nos encontramos, también aquí con un panorama desolador: l8 millones de pobres -la mitad de la población total-, y 7,5 millones de indigentes. Y en ambos casos -el mundo y el país- el origen de la situación obedece a las mismas causas. Juan Pablo II, en la Sollicitudo rei socialis, aclara que dicha situación no es responsabilidad de los pueblos, ni mucho menos atribuible a una fatalidad. Sino que hay decisiones concretas, que provocan estos consecuencias. Por ejemplo, acotamos nosotros, la competencia desleal denunciada recientemente en la Organización Mundial de Comercio (Clarín, l8-5-04). Estados Unidos gastó en 2003, 20.000 millones de dólares en subsidios a sus productores agrícolas. Por su parte, la Unión Europea invirtió 40.000 millones de euros en similares subsidios; perjudicándose, en ambos casos a los países más pobres. Esta situación ya había sido señalada por el Pontificio Consejo “Cor Unum”, en l996 (“El hambre en el mundo”): “Numerosos países que gozan de un amplio potencial agrícola, como Zaire y Zambia, se han vuelto por primera vez importadores netos”.
Con respecto a la economía en general, los Obispos argentinos precisaron las causas de lo que ocurre hoy en el mundo: “La crisis económico-social y el consiguiente aumento de la pobreza, tienen sus causas en políticas inspiradas en formas de neoliberalismo que consideran las ganancias y las leyes del mercado como parámetros absolutos en detrimento de la dignidad y del respeto por las personas y los pueblos”.
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Solidaridad

Formulado el diagnóstico, debemos saber cuál es la respuesta de catolicismo a este problema. Recordemos, por ejemplo, a Juan Pablo II explicando el principio de solidaridad
[4], uno de los tres que fundamentan el orden social cristiano -con los de bien común y de subsidiariedad. La interdependencia, dice el Papa, debe convertirse en solidaridad, fundada en el principio de que los bienes de la creación están destinados a todos. Esto no significa que las sociedades no puedan determinar, por medio del derecho, un cierto grado de apropiación de los bienes por parte de los pueblos y de los individuos, para que los bienes no sean poseídos de modo anárquico. Pero siempre serán derechos relativos y revisables, pues el principal es el destino universal de los bienes. La solidaridad, entonces, nos ayuda a ver al prójimo -persona, pueblo o nación- no como un instrumento a ser aprovechado, sino como un semejante nuestro, para hacerlo partícipe, con nosotros, del banquete de la vida al que todos los hombres son igualmente invitados por Dios.
Sería un error afirmar que este enfoque impide la libertad en materia económica. Juan Pablo se queja, en el documento citado, de la represión frecuente del derecho a la iniciativa económica, lo que ocurría entonces en la órbita comunista y que culminó con la caída de la Unión Soviética. El liberalismo - ya había reflexionado Pablo VI- se apoya en el argumento de la eficiencia económica, y la necesidad de enfrentar las tendencias totalitarias de los poderes políticos
[5]. Pero advertía que los cristianos que se comprometen con esta corriente tienden a idealizar el liberalismo, “olvidando fácilmente que en su raíz misma el liberalismo filosófico es una afirmación errónea de la autonomía del individuo en su actividad, sus motivaciones, el ejercicio de su libertad”. En otro párrafo, fulmina el Papa toda posible duda o ambigüedad en materia ideológica:
“No es lícito, por tanto, favorecer a la ideología marxista...y a la manera como ella entiende la libertad individual dentro de la colectividad, negando al mismo tiempo toda trascendencia al hombre y a su historia personal y colectiva.”
“Pero tampoco apoya el cristiano la ideología liberal, que cree exaltar la libertad individual sustrayéndola a toda limitación, estimulándola con la búsqueda exclusiva del interés y del poder, y considerando las solidaridades sociales como consecuencias más o menos automáticas de iniciativas individuales y no ya como fin y motivo primario del valor de la organización social.” (OA, p. 26)
En el último párrafo, se alude al mito liberal de la “mano invisible”, creado por Adam Smith: si cada uno persigue su interés particular, se consigue también el interés general. En la realidad, la mano invisible es la mano del ladrón en el bolsillo ajeno.
Santo Tomás, afirmaba que el hombre es libre para el bien, es decir, que toda elección de un mal se hace sub specie boni, de lo contrario se caería en una contradicción metafísica, pues el hombre no puede querer el mal para sí mismo. Además, la libertad se revela como un bien de cada uno y de todos, por eso la libertad es más bien un vínculo de comunión. Por eso, libertad y ley no se oponen sino que se apoyan mutuamente. Fue la modernidad, la que contrapuso ambas realidades. Para Santo Tomás, la ley tiene un sentido comunitario. La auténtica libertad se vive en comunión, es decir, en el reconocimiento del otro como otro yo; la comunidad no ahoga la libertad, sino que es un ámbito de crecimiento y desarrollo.

Pío XII adoptó como concepto clave el de la unidad del género humano, en su encíclica “Summi Pontificatus”, donde hace referencia al vínculo recíproco y la solidaridad entre todos los seres humanos. Juan XIII y Pablo VI utilizaron el concepto, y el Concilio Vaticano II lo asumió como concepto teológico. Luego, Juan Pablo II lo difundió, especialmente en la encíclica Sollicitudo rei socialis, y más tarde en la Centesimus Annus. Le atribuye a la solidaridad un carácter fundamental, pues inspira una sana organización política en la que la preocupación por los más pobres ocupe un lugar preferencial.
La solidaridad es la capacidad de reconocer y valorar la dignidad compartida, y por ello, es un estar con el otro, compartiendo el mismo destino. La solidaridad como virtud implica una lógica que ha de cultivarse y desarrollarse en confrontación con la lógica del individualismo. Es decir, la solidaridad no es algo que conviene, en sentido utilitarista, sino en sentido moral. La solidaridad se asienta en el principio de que todo individuo vive en deuda con la sociedad, pues, en cierto modo, ha sido “gestado” por la comunidad. Reconocer su deuda, es una cuestión de justicia. Por eso, la solidaridad como virtud tiene su propio fin, que es el bien de la sociedad, el bien común, que ha de ser buscado y realizado entre todos. Juan Pablo afirma que la solidaridad es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común.
Es un fin inmanente, que no se cierra al fin trascendente de la sociedad como comunidad llamada a la salvación, sino que se implican ambos fines mutuamente. El aporte del Papa ayuda a superar la tendencia individualista del personalismo y la asfixia del sujeto del socialismo autocrático. La solidaridad es posible en Cristo, puesto que en Él Dios ha reconciliado a los seres humanos. La actitud filial para con Dios es inseparable de la actitud fraterna para con todo ser humano -especialmente con los más débiles.
En el Catecismo de la Iglesia Católica se comprende la solidaridad como una ley (p. 36l), un principio (p. l939), un deber (p. 2439) y una virtud (p. l942). “Esta no es, pues, un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común: es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos”.
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Buscando la solución

Teniendo ya esbozado el diagnóstico de la realidad y la doctrina que corresponde aplicar, debemos reflexionar sobre las posibles soluciones al problema de la pobreza. Algunos piensan que todo pasa por disminuir la tasa de desempleo, puesto que, teniendo empleo, cada persona puede encarar por sí mismo el problema. Pero ocurre que, en la actualidad, las empresas no toman mano de obra, o la expulsan, sencillamente porque no la necesitan. En efecto, el aumento de la productividad -que se incrementa continuamente, con el avance de la tecnología- hace que disminuya la cantidad de trabajadores estables requeridos. Lo que hace aún más perversa esta situación, es que todo el sistema educativo apunta a brindar a los jóvenes una salida laboral, eliminándose las asignaturas que se consideren teóricas y por lo tanto prescindibles en un plan de estudios. Si se hiciera hincapié en una formación integral, al menos recibirían los estudiantes una preparación que les facilite entender mejor la realidad, y no los lleve a sentirse fracasados por no poder insertarse en el ámbito laboral.

Es necesario destacar que el avance de la pobreza no es consecuencia de un retroceso de la economía global. Por el contrario, el Producto Bruto sigue creciendo, aunque sus beneficios se concentran cada vez más en pocas manos. Ya Pío XI sostenía que los pueblos labran su fortuna por medio del inmenso trabajo acumulado por todos los ciudadanos, y no es correcto atribuir sólo al capital o sólo al trabajo lo que resulta de la eficaz colaboración de ambos. Por lo tanto, “es totalmente injusto que el uno o el otro, desconociendo la eficacia de la otra parte, se alce con todo el fruto”.
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En la actualidad, incluso, es difícil mensurar la exacta contribución de cada sector, siendo el Producto Bruto un verdadero bien colectivo; entonces, la distribución de la riqueza no puede estar regida por la justicia conmutativa, sino por la justicia distributiva.

Para entender esta cuestión es necesario repasar los conceptos básicos de la economía, que surge de una relación del hombre con las cosas. Pero únicamente con las cosas escasas y útiles, que son los requisitos para que las cosas tengan un valor económico. De esta relación nace la ley de la oferta y la demanda. En la medida en que una cosa es más necesaria o más escasa, tiende a aumentar su valor, y tiende a disminuirlo en la medida en que es más abundante o menos necesaria. Esta ley se aplica, desde la Revolución Francesa, al precio del trabajo, que pasa a ser considerado una mercancía, de modo que cuando se aumenta la oferta de trabajo -que es cuando la gente está más necesitada- el valor del salario baja.
Pero lo criticable en el liberalismo no es la defensa de ley, que es natural y espontánea en las relaciones económicos, sino pretender que la tendencia actúe fuera de todo encuadramiento y subordinación a leyes superiores. Pues existe una segunda ley fundamental de la economía que es llamada de reciprocidad en los cambios, a la que corresponde ordenar las tendencias espontáneas del mercado al bien común. Según esta ley, cuando después de haberse producido una cierta riqueza, se realiza el intercambio, este debe ser hecho de tal forma que no produzca ni adelantos ni retrasos económicos en los diferentes sectores de la sociedad. Aristóteles, quien formuló esta ley (Ética a Nicómano, libro V) razonaba: si alguien da más y recibe menos, desaparece todo incentivo para permanecer en la comunidad. La concepción aristotélica fue profundizada por los teólogos, bajo el nombre de justo precio de los bienes.
Puede, tal vez, ser mejor entendida esta cuestión con un ejemplo actual. Durante décadas, en la Argentina, el Producto Bruto -total de riqueza acumulada en un año- se distribuía equitativamente; el sector laboral asalariado recibía entre el 40 y el 50 % del total, y el resto correspondía al capital. Actualmente, el sector laboral no recibe más del 20 %. Esto se traduce en estadísticas concretas: en l983 los pobres eran el l6 % de la población, en 2003 fueron el 48 %, lo que significa que no se cumplido la ley de reciprocidad en los cambios, y lo que perdió un sector fue aprovechado por el otro.

La economía es principalmente intercambio y existen cuatro sectores: el productor de materias primas, el industrializador, el distribuidor y el financiero, que constituyen cuatro piezas diferentes y complementarias. Es imprescindible, para que la economía funcione bien, que las cuatro piezas estén proporcionadas. Cualquier crecimiento de un sector que no sea seguido del crecimiento proporcional de los otros, deforma y frena el aparato económico, además de la injusticia que conlleva al perjudicar a unos en beneficio de otros de los miembros de la comunidad.
Por ello, Pío XI, al denunciar el imperialismo internacional del dinero, en l931, afirmaba:
“...las riquezas incesantemente aumentadas por el incremento económico-social deben distribuirse entre las personas y las clases, de manera que quede a salvo lo que León XIII llama la utilidad común de todos, o con otras palabras, de suerte que no padezca el bien común de toda la sociedad”. (Quadragesimo anno)

En el siglo XX se intentó mejorar la distribución de la riqueza mediante la política impositiva y la seguridad social. Ambos instrumentos son válidos y pueden contribuir a la solución, pero los frutos demoran en lograrse, los procedimientos son complejos y se corre el peligro de centralizar demasiado las acciones en el Estado. Por eso, desde hace un tiempo ha surgido el concepto de Ingreso Básico o Ciudadano, que tiende a garantizar a todos los habitantes de un país -a partir de una edad determinada- una suma mínima de dinero disponible mensualmente. El promotor de esta iniciativa fue James Meade, premio Nobel de Economía, y parte del supuesto de que todos contribuyen a generar la riqueza creada en el país, por lo que merecen ser retribuidos con parte de dicha riqueza. El Ingreso Ciudadano reemplazaría los actuales subsidios y ayudas sociales -del tipo de Jefes de Hogar-, evitando el asistencialismo. Pero también evitaría la discriminación y humillación de los pobres, pues el ingreso sería un derecho de todo ciudadano, al margen de su situación económica y laboral. No fomentaría la ociosidad, puesto que, al ser un ingreso mínimo -sólo suficiente para asegurar el consumo de la canasta básica de alimentos y servicios- continuaría siendo atractivo disponer de otro ingreso, que sería compatible con el primero. Además, toda la sociedad estaría interesada en incrementar el desarrollo del país, pues el monto del Ingreso Ciudadano, dependerá del Producto Bruto.
Este instrumento no es una simple construcción teórica, sino que ya se está aplicando en varios países de Europa, con distintos nombres y modalidades.
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Aportes de los católicos

Las soluciones globales al problema de la pobreza y de la injusta distribución de los bienes, son posibles, como hemos visto, pero dependen del poder político. Esta circunstancia abona la exhortación de Juan Pablo II a que los católicos intervengan activamente la vida cívica:
“Para animar cristianamente el orden temporal -en el sentido señalado de servir a la persona y a la sociedad- los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la política; es decir, de la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común.” (Christifideles laici, p. 42)
De todos modos, mientras se procura que mejore la acción cívica y el funcionamiento del Estado como garante del bien común, los católicos no pueden permanecer indiferentes ante la gravedad de la situación descripta. En el orden personal, debería fomentarse la aplicación de un instrumento de la tradición cristiana, que existió durante muchos siglos: el diezmo, es decir, la entrega voluntaria del diez por ciento de los ingresos individuales, para ayuda comunitaria.
El fundamento de esta institución, lo expresa San Agustín (Sermón 85):
“Quédate con lo que te sea suficiente o con más de lo suficiente. De todo, demos una cierta parte. ¿Cuál? La décima parte. Los escribas y fariseos daban el diezmo. Avergonzémonos hermanos: aquellos por los que Cristo aún no había derramado su sangre daban el diezmo. (...) no callaré lo que dijo el que vive y murió por nosotros. Si vuestra justicia no fuese superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”.

Desde hace una década, en varios países americanos existe la Pastoral del Diezmo. En Perú, por ejemplo, en la Diócesis del Callao se ha logrado comprometer a l.500 diezmistas, con cuyo aporte las parroquias involucradas aumentaron sus ingresos y pueden desarrollar más proyectos para la misión evangelizadora y de promoción humana.
[9] Otra iniciativa de inspiración católica, en este caso de índole grupal, es la impulsada por el Movimiento de los Focolares, denominada “Economía de Comunión”.
La fundadora, Chiara Lubich, indicó la base:
“Como una planta creada por Dios, que sólo absorbe del terreno el agua que necesita, así también nosotros tenemos que tratar de tener sólo aquello que nos es necesario. Mejor si cada tanto vemos que nos falta algo. Mejor ser un poco pobres, que un poco ricos.”
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La Economía de Comunión, consiste en empresas constituidas por personas que se asocian, invirtiendo sus ahorros en empresas, con la finalidad declarada de que las eventuales utilidades serán destinadas a acciones solidarias. Ya se han formado unas 700 empresas en el mundo, y alrededor de cuarenta en la Argentina.
Para finalizar, recordaremos un pensamiento de Pablo VI, que resume la perspectiva cristiana ante la pobreza y la solidaridad:
“No se trata sólo de vencer el hambre, ni siquiera de hacer retroceder la pobreza. (...) Se trata de construir un mundo donde todo hombre...pueda vivir una vida plenamente humana...y donde el pobre Lázaro pueda sentarse a la misma mesa que el rico.”

Bibliografía utilizada:

Sacheri, Carlos. “La Iglesia y lo social”; Bahía Blanca, La Nueva Provincia, l972.

Yañez, Humberto Miguel (Comp.). “La solidaridad como excelencia”; Buenos Aires, San Benito, 2003.

[1] Conferencia dictada en la Parroquia “Santísima Trinidad” (Córdoba), el 3-6-04.
[2] Conferencia Episcopal Argentina, 3l-5-03.
[3] CEA, “Navega mar adentro”, 3l-5-03, p. 34.
[4] “Sollicitudo rei socialis”, l987.
[5] “Octogésima adveniens”, l97l.
[6] “Sollicitudo rei socialis”, p. 38.
[7] “Cuadragésimo anno”, l93l, p. 53.
[8] Lo Vuolo, Rubén (Comp.). “Contra la exclusión; la propuesta del ingreso ciudadano”; Buenos Aires, Ciepp/Miño y Dávila editores, l995.
[9] Cristo hoy, 2l/27-9-2000.
[10] Araújo, Vera. “Compartir: el uso cristiano de los bienes”; Buenos Aires, Ciudad Nueva editorial, l99l, p. 57.