miércoles, 13 de mayo de 2009

Origen histórico del drama político argentino



Hoy existe en la Argentina, como nunca antes, un desaliento generalizado sobre su destino y una falta notoria de interés por la acción cívica. Resulta evidente la desconfianza o el desprecio que genera la política en la mayoría del pueblo, ésa que, según la teoría democrática, posee la soberanía. De allí la necesidad de conocer la propia historia nacional. Pues, como enseña el Prof. Widow, “cada cual es lo que ha sido. Condición indispensable para asumir la propia realidad es, por consiguiente, el juicio recto sobre el pasado: es la única base posible para una rectificación o ratificación de intenciones y conductas, evitanto las ilusiones y los complejos.”[1]

Nos parece que, si a la política se la considera la “cenicienta del espíritu”, habrá en el país mayor proporción de buenos profesionales, eficientes técnicos, abnegados docentes e inspirados artistas, que políticos aptos en el servicio a la comunidad. No puede extrañar que esta actividad genere recelos, pues es la función social más susceptible a la miseria humana, la que exacerba en mayor medida todas la pasiones y debilidades. Pero la situación actual en nuestro país es, y desde hace mucho tiempo, verdaderamente patológica; la mayoría de los buenos ciudadanos, comenzando por los más inteligentes y preparados, abandonan deliberadamente la acción política a los menos aptos y más corruptos de la sociedad, salvo honrosas excepciones.

Por cierto que los desatinos y desfalcos de los sucesivos gobiernos, resultantes de esta selección al revés -kakistocracia: gobierno de los peores-, realimenta el desprecio hacia la política.Explica Marcelo Sanchez Sorondo que: “...al ocurrir la vacancia del Estado por el ilegítimo divorcio entre el Poder y los mejores, en la confusión de la juerga aprovechan para colarse al Poder los reptiles inmundos que, denuncia Platón, siempre andan por la vecindad de la política, como andan los mercaderes junto al Templo.” [2]

Se ha llegado a esta situación por un progresivo y generalizado aburguesamiento de los ciudadanos, de acuerdo a la definición hegeliana del burgués, como el hombre que no quiere abandonar la esfera sin riesgos de la vida privada apolítica. No se tiene en cuenta la advertencia de Carl Schmitt: “si un pueblo teme las fatigas y el riesgo de la existencia política, otro pueblo vendrá que le arrebate esas fatigas y cargue con ellas, asumiendo la política contra los enemigos exteriores y, con ella, la soberanía política.”

Siendo tan grave el riesgo, vale la pena intentar discernir el sentido profundo del drama político argentino.En primer lugar, debemos bucear en el pasado nacional, para tratar de comprender como pudo llegarse a la situación actual. Las constantes ambiguedades y contradicciones de la política argentina, tienen su causa profunda en la coexistencia, desde el comienzo de la historia patria, de “dos Argentinas”.

La Argentina “nacional”, que intenta su independencia desde el 12 de agosto de 1806, y la Argentina “liberal”, voluntariamente dependiente, que asoma el 14 de enero de 1809 con el Tratado Apodaca-Canning. Como afirma el historiador Víctor Somego: “El presente implanta el mismo dilema, y su problemática reaviva aspectos no resueltos del pasado.” Por eso, si en el futuro próximo no se logra una síntesis que permita afianzar un proyecto nacional, la Argentina desaparecerá como Estado independiente.

El segundo aspecto a considerar, es determinar si una sociedad como la Argentina, puede prender realmente ser conducida por un Estado independiente, en un mundo globalizado. Este aspecto está íntimamente vinculado con el anterior, pues ningún gobierno actuará con independencia si no está convencido de que puede y debe hacerlo. Si se piensa, como Alberdi, que no es nuestro hermano un hombre porque ha nacido en la misma tierra que nosotros, pues no somos hijos de la tierra sino de la humanidad, nunca la acción gubernamental se orientará al progreso de la propia sociedad.

La defensa integral de la sociedad, como decisión firme, exige una actitud patriótica. Ahora bien, no cabe duda que la globalización implica un riesgo muy concreto de que disminuya en forma alarmante el grado de independencia que puede exhibir un país en vías de desarrollo. Entendiendo por independencia la capacidad de un Estado de decidir y obrar por sí mismo, sin subordinación a otro Estado o actor externo, la posibilidad de dicha independencia variará según las circunstancias del país respectivo y de la capacidad y energía que demuestre su gobierno.

Resulta claro que los últimos gobiernos nacionales -previos al actual- optaron conscientemente por una “dependencia asumida”. Pese a todos los condicionamientos que impone la globalización, de ninguna manera es ésa la alternativa más racional, ni, por cierto, la única posible para la Argentina. Pues una cosa es orientar las velas en la dirección del viento, y otra muy distinta, entregar el timón del barco. Desde nuestra perspectiva, no deben ser motivo de preocupación los cambios de tamaño, forma y roles del Estado, mientras cumpla su finalidad de gerente del bien común.

Por otra parte, el mundo contemporáneo permite conservar cuotas significativas de independencia, si existe una Estrategia Nacional apta para solucionar los problemas gubernamentales. Es la actitud de los integrantes del gobierno, carentes de patriotismo y/o eficiencia, la que conduce, como señalaba hace ya veinte años Mario Orsolini, a “mutilar las posibilidades del Estado Nacional para optar y forjar un destino independiente, constriñiéndolo a resignarse al que le imponen los poderosos de esta tierra, según un determinismo que agravaría las servidumbres e injusticias imperantes y negando a la Nación la aptitud para participar e influir en la evolución de los acontecimientos o, al menos, preparar pacientemente las condiciones que le permitan hacerlo en el futuro.”




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[1] Widow, Juan Antonio. La Revolución Francesa: sus antecedentes intelectuales; Verbo Nº 310-311, Marzo-Abril 1991, pg. 13.

[2] Sanchez Sorondo, Marcelo. La clase dirigente y la crisis del régimen; Buenos Aires, ADSUM, 194l, pgs. 37/38.

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Raíces hispánicas de la autonomía municipal argentina


3.1. Política hispánica
Al producirse el descubrimiento de América, se proyectaron naturalmente en el nuevo continente las instituciones que representaban lo mejor del orden político español; de allí que convenga describir las características del mismo.[1]

Los pensadores escolásticos de la época, habían comprendido que una política meramente natural es insuficiente para el hombre; por eso, entre la “Política” de Aristóteles y el comentario que hizo Santo Tomás de ese libro, existe una considerable diferencia, fundada en la Revelación. Para el griego, todo régimen político es legítimo en la medida en que procure el Bien Común; para el pensamiento escolástico, el Bien Común inmanente debe estar orientado al Bien Común trascendente.

El criterio comentado explica que el régimen político, para el derecho castellano del siglo XVI, sea una determinación del derecho natural, y fundamenta la flexibilidad jurídica del Imperio, reflejada, por ejemplo, en la casi total ausencia de reglamentos para el funcionamiento de los Cabildos, más apegados a funcionar por normas consuetudinarias.[2]

Cabe recordar, asimismo, que en la Nueva Recopilación de las Leyes de Indias, se establecía que si alguna disposición real era contraria a derecho o perjudicial, debía ser obedecida pero no cumplida. Es decir, que los funcionarios subordinados tenían una especie de derecho de veto -hoy llamado veto-técnico-, difícil de concebir, aún en plena era democrática.

La forma de gobierno que regía en la península era la monárquica, pero carente de todo rasgo absolutista, rechazado por Felipe II como herético, puesto que implicaba asignar origen divino a la soberanía real. Para Felipe, únicamente el poder tiene origen divino; el rey es servidor del pueblo. Además, la frialdad del derecho romano desaparece en el derecho público cristiano, que se venía estructurando desde San Isidoro de Sevilla, en el siglo VII, y que contiene la idea de que el Rey serán tal si obra rectamente.

El derecho público cristiano es, entonces, la base de la vida política hispánica, hasta la ruptura provocada por el iluminismo, en el siglo XVIII. Esta es nuestra verdadera tradición, en cuanto al orden político, que ponía armonía entre el orden natural y el orden sobrenatural. De allí que para el español de los siglos XVI y XVII no existía separación entre el bien común de la sociedad y el propio fin personal sobrenatural; por eso la conocida respuesta de Sancho a Don Quijote, cuando éste le advirtiera de las dificultades que debe enfrentar un hombre de gobierno: más me quiero ir Sancho al cielo, que gobernador al infierno.

Quedaba claro que la política no puede agotarse en una mera técnica, porque implica una concepción del bien del hombre, y por ello, tiene que estar regida por la Moral.

La insuficiencia de un régimen político puramente natural, llevó a Sto. Tomás a concebir el régimen mixto como el mejor, postulando que el gobierno fuera conducido por uno -principio monárquico-, asistido por los mejores -principio aristocrático-, y con la participación de todos -principio republicano. Precisamente, en Hispanoamérica el poder monárquico no sólo no era despótico, sino compartido, a través de un sistema de frenos y contrafrenos -al decir de Sierra-, en cuya virtud ningún organismo tuvo poderes absolutos, pues siempre existió otro de alzada ante el cual se podía apelar, hasta terminar finalmente en el propio rey, cuyo estrado estuvo abierto a todos los pobladores, españoles o indígenas.[3]

Los pueblos hispanoamericanos tenían una verdadera participación en el poder, a través de una noble institución de raíces medievales: el Cabildo, que era un cuerpo representativo de los intereses de la comunidad. Recién cambia la situación con la dinastía de los Borbones, que aplicó las formas políticas del despotismo ilustrado y sostuvo la autosuficiencia del orden temporal; borra los rasgos del régimen mixto y crea las Intendencias, en 1783, con la intención de suprimir la autonomía de los Cabildos. Pero, aún entonces, por haberse arraigado tanto esta institución, el viejo impulso continuó y hasta entró en conflicto con el nuevo, y fueron precisamente los Cabildos los que canalizaron la resistencia.

3.2. El Cabildo
Expresa Tomás Bernard, que “cuando en 1521 caían abatidos en la batalla de Villalar, los fueros comunales ibéricos y era ejecutado el célebre comunero don Juan de Padilla, restableciéndose la supremacía real, por un formidable desquite histórico, la prestigiosa tradición secular era restaurada en las nuevas posesiones castellanas, más allá del Océano.”[4]

Según José María Rosa, la España del siglo XVI se trasladó a América pero, inesperadamente, dió un salto atrás de cinco siglos, por las condiciones de vida en el nuevo mundo. Los municipios indianos, en los siglos XVI y XVII, no se parecían a los españoles de esa época, sino a las ciudades de la Castilla medieval, con sus fueros característicos. “La misma ley histórica que creara la libertad foral de las ciudades castellanas, dió nacimiento a la autonomía vecinal de las ciudades indianas.”[5]

Colón recibió de los Reyes Católicos, en las Capitulaciones de Santa Fe (1492), la facultad de designar, en nombre de los reyes, los Alcaldes que harían justicia y los Alguaciles que mandarían las milicias, en las poblaciones de las Indias; pero nunca fue aplicada esta disposición. Tampoco tuvo vigencia la “provisión del Bosque de Segovia”, del 13 de julio de 1573, citada por Zolórzano, en la que Felipe II da instrucciones sobre poblamiento de ciudades. Según ella, un corregidor, nombrado por el rey, compartiría la administración con el Regimiento, integrado por regidores nombrados por el Virrey o Gobernador y que debían ser confirmados por el rey dentro de los cuatro años.

El mismo año, Garay fundó Santa Fe y estableció que se gobernaría por seis regidores y dos Alcaldes cadañeros, elegidos por el Cabildo saliente entre el común de vecinos, “como Dios mejor le diere a entender”. Lo mismo dispuso, también en 1573, Gerónimo Luis de Cabrera, respecto de Córdoba. “Pese a los textos, la independencia indiana fue un hecho que perduraría a lo largo de toda la dominación española.”[6]

Herederos de los antiguos concejos de Castilla, los cabildos ejercen en américa igual amplitud de atribuciones: políticas, judiciales, legislativas, económicas y culturales. Por eso se hablaba de los cincuenta brazos del cabildo, para indicar la multiplicidad de sus funciones.[7]

Todos los derechos y garantías que figuran en las constituciones modernas, ya se habían establecido en las Cartas Pueblas y Fueros, reconocidos por el poder local hispánico, como derecho natural. En los viejos concejos castellanos se practicaban: la igualdad ante la ley, la inviolabilidad del domicilio, el derecho de elegir y ser elegido, el de ser juzgado por sus jueces naturales, la defensa de la propiedad y el trabajo, la responsabilidad de los funcionarios y la periodicidad de las funciones públicas.[8]

El derecho indiano aplicó modalidades surgidas del derecho castellano, que permitían hacer efectiva la responsabilidad política, durante y después del ejercicio del gobierno, a través de las visitas y de los juicios de residencia.[9] Era tan grande el poder de los cabildos, que podían dejar sin efecto, dentro de su jurisdicción, hasta las cédulas reales. “El Cabildo se convierte así en cuna de las libertades públicas y en reconocimiento de los derechos individuales y la dignidad del hombre.”[10]

En el Río de la Plata se heredó también de España, la forma de organizar el Estado, como ordenamiento natural de los diversos niveles de gobierno de una sociedad, por aplicación del principio de subsidiariedad, que España puso en práctica varios siglos antes de que fuera definido por los Papas. En nuestra Patria surgió un orden político, fundado en el municipio como institución primaria y en el federalismo como modo de relación armónica en función del bien común.

La República Argentina se constituyó a partir de las catorce organizaciones comunales que se desarrollaron luego como provincias, reclamando su autonomía; el federalismo fue la respuesta a la necesidad de armonizar dichas autonomías, a fin de constituir la unión nacional.

Un ejemplo significativo de que en la actualidad pareciera estar retornando la Argentina a ese espíritu fundacional -al menos en lo declamativo- lo constituyó un Mensaje del Poder Ejecutivo al Congreso Nacional, en 1989: “Y como la causa de la justicia social también es la causa del más puro federalismo, vengo a anunciar que, asumiendo una resuelta política de descentralización administrativa, todo aquello que puedan hacer por sí solos los particulares, no lo hará el Estado Nacional. Todo aquello que puedan hacer las Provincias autónomamente, no lo hará el Estado Nacional. Todo aquello que puedan hacer los municipios no lo hará el Estado Nacional.”[11]

3.3. El Gobierno local luego de la Independencia
Al comenzar en España las dificultades que conducirían a la independencia americana, la institución municipal demostró su vitalidad: el cabildo abierto de Buenos Aires, del 14 de agosto de 1806, durante la primera invasión inglesa, suspendió en sus funciones al Virrey Sobremonte, y confió el mando a Liniers. Otro cabildo abierto, el 22 de mayo de 1810, produce la ruptura institucional.

Con referencia al verdadero carácter de la independencia, nos interesa citar un antecedente poco conocido; el siguiente pasaje de un discurso del Gobernador de la Provincia de Buenos Aires, Don Juan Manuel de Rosas, pronunciado veinte años después de la declaración formal de la independencia, cuando no existía evidentemente ninguna necesidad de disimular intenciones políticas: “No para sublevarnos contra la autoridad legítimamente constituida, sino para suplir la falta de las que, acéfala la nación, habían caducado de hecho y de derecho. (...) No para introducir la anarquía, sino para preservarnos de ella y no ser arrastrados al abismo de males en que se hallaba sumida la España. Estos señores, fueron los grandes y plausibles objetos del memorable Cabildo celebrado en esta ciudad el 22 de mayo de 1810, cuya acta debería grabarse en láminas de oro para honra y gloria eterna del pueblo porteño.”[12]

Después de la revolución, los cabildos no sólo siguieron subsistiendo sino que asumieron un rol preponderante en la vida nacional. Del Cabildo de Buenos Aires partió la circular del 27 de mayo de 1810, indicando que los diputados del interior debían elegirse en cabildo abierto. En 1812, tuvo facultades para aprobar los diplomas de dichos diputados; en 1820, a la caída de Rondeau, asumió el gdobierno.La crisis para el municipalismo en la Argentina se produce por una iniciativa de Rivadavia: la Junta de Representantes de la Provincia de Buenos Aires, por la ley del 24 de diciembre de 1821, suprime los cabildos para dar paso a las municipalidades de delegación.

Según Alberdi, en nombre de la soberanía del pueblo se quitó al pueblo su antiguo poder de administrar sus negocios civiles y comerciales. En efecto, se reemplaza el gobierno municipal descentralizado, característico del derecho hispánico, por el sistema francés de municipios, propio de los regímenes unitarios.[13]

3.4. Sistema francés de municipios
Nos parece conveniente hacer una disgresión para analizar brevemente las notas distintivas del sistema que surge en Francia para organizar los gobiernos locales, en la época de nuestra independencia, debido a la influencia que ejerció en algunos próceres y juristas argentinos.[14]

Por Decreto del 22-12-1789 se dispuso que hubiera una municipalidad en cada población de Francia, generalizando la institución en todo el territorio. Surge como dogma del moderno municipalismo el principio del “poder municipal”, según el cual los municipios tendrán dos tipos de funciones, unas propias -poder municipal- y otras derivadas de la administración estatal.

Este principio se contradice con el de la preeminencia absoluta de la voluntad general como origen de toda potestad política, puesto que en la concepción roussoniana la soberanía no puede ser dividida ni distribuida entre organismos diferentes al Estado. Se resuelve dialécticamente el problema, destacándose que el objeto de la actividad municipal son los asuntos particulares de la respectiva comunidad. La sociedad municipal es “privada”, pues los temas que debe atender son específicos de sus miembros, y no afectan a la comunidad política. El carácter apolítico del Municipio, era necesario para reconocerle autonomía.

Con Napoleón adquiere este sistema su perfil definitivo que se mantiene, en lo esencial, hasta la actualidad. La ley del 17-2-1800 establece una organización territorial consistente en una cadena de funcionarios vinculados por una dependencia jerárquica sucesiva: Ministro, Prefecto, Subprefecto, Alcalde. El jefe de la organización municipal, es, simultáneamente, un agente de la organización del Estado. La articulación entre ambos niveles de gobierno se realiza mediante la concentración, en la misma persona, de las dos representaciones, aunque prevalece la representación del Estado. “En el mismo instante el gobierno quiere, el ministro da la orden, el prefecto la transmite, el maire la ejecuta. De este modo todos los ramos y dependencias del servicio público ajustan unos con otros y el gobierno impulsado por la centralización mueve sus millares de brazos a un mismo tiempo y compás, y por decirlo así maquinalmente...”.[15]

¡Nada más opuesto al sistema hispánico!

3.5. El régimen municipal argentino
Al promulgar la Constitución Argentina, en 1853, su Art. 5 fijó a las provincias, entre otras condiciones, la de “asegurar el régimen municipal”. La frase no figuraba en el proyecto de Alberdi y fue estampada de puño y letra por el constituyente cordobés, Juan del Campillo. El hecho de no haber estado prevista esta institución en el proyecto y al no haberse debatido el punto en el Congreso, promovió la confusión y la polémica entre los autores.[16]

Sarmiento -en “Comentarios de la Constitución”-, sostenía que no pueden coexistir legislaturas provinciales y cabildos municipales. Consideraba que si se restablecieran las antiguas municipalidades, según las normas españolas, sería preciso suprimir las legislaturas. Ni la palabra cabildo debe nombrarse si se quiere evitar la confusión. Por ello, propone adoptar el régimen municipal de Estados Unidos, que habíavisto en el Estado del Maine, suprimiendo los Cabildos como cuerpos deliberativos, cuyas funciones son otorgadas a las legislaturas provinciales. El municipio sólo designaría funcionarios local

.Alberdi -en “Estudios sobre la Constitución Argentina de 1853”-, en cambio, y rebatiendo a Sarmiento, reconoce los antecedentes hispánicos del municipio y su pensamiento influyó positivamente, pues fue seguido por la mayoría de las Provincias su proyecto de Constitución para Mendoza. De no haberse adoptado el sistema de concejos deliberantes con facultades propias, frente a las legislaturas, la autonomía del gobierno municipal hubiera desaparecido por completo.

No obstante lo señalado, al haberse tomado como modelo para las competencias municipales la ley orgánica de la Municipalidad de Buenos Aires, promulgada por el propio Congreso Constituyente, actuando como Congreso ordinario, en 1853, favoreció una interpretación del régimen municipal aludido en el Art. 5, reducido al tipo de municipio de delegación. De allí que las provincias organizaran municipios autárquicos, con atribuciones establecidas por ley, de manera uniforme, como órganos descentralizados del Estado provincial, sin autonomía.

La Corte Suprema de Justicia de la Nación, en 1930 -en el caso Cartagenova- definió al municipio como la administración de aquellas materias que conciernen únicamente a los habitantes de un distrito, sin otras atribuciones que las determinadas en las leyes de su creación. El federalismo argentino, enraizado en nuestro origen histórico, fue progresivamente eliminado de hecho por la acentuada hegemonía socio-económica de Buenos Aires, en detrimento de las Provincias, y por la consolidación de un acentuado centralismo político, avasallando las particularidades locales.

De todos modos, el modelo anglosajón que se pretendió aplicar ortopédicamente, fracasó por no ajustarse a nuestra realidad histórico-social. Y, a mediados del siglo XX, comienza lentamente a revertirse la situación. Desde 1983, el proceso de reformas constitucionales se acelera de tal modo que hoy la mayoría de las provincias incluyen en su norma fundamental la autonomía municipal. Todas ellas reconocen, como lo hace la actual de Córdoba, en su Art. 180, la existencia del Municipio como una comunidad natural fundada en la convivencia.

Este proceso culminó en marzo de 1989, con un fallo de la Corte Suprema de la Nación -Revademar contra Municipalidad de Rosario- en el que modifica la jurisprudencia, determinando que los municipios no son entidades autárquicas, sino órganos de gobierno.

Poco después, en 1994, la Convención Nacional Constituyente modificó el anterior Art. 106, que, adoptó el siguiente texto:“Art. 123.- Cada provincia dicta su propia Constitución, conforme a lo dispuesto en el Art. 5 asegurando la autonomía municipal y reglando su alcance y contenido en el orden institucional, político, administrativo, económico y financiero.”

En este marco jurídico, muchas ciudades poseen ya una Carta Orgánica Municipal, sancionada por decisión de sus propios vecinos, lo que constituye la máxima expresión posible de su autonomía, e implica el regreso a la tradición histórica argentina.




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[1] En este punto seguimos de cerca a: Caturelli, Alberto. “Hispanoamérica y los principios de la política cristiana”; en Verbo Nº 210, Marzo de 1981, Buenos Aires, pgs. 57/60.

[2] V. Zorraquín Becú, Ricardo. “La organización política Argentina en el período hispánico”; Buenos Aires, Perrot, 1981, pg. 312.

[3] V. Montejano, Bernandino. “Elementos filosófico-políticos de la Hispanidad y su vigencia actual”; en Verbo Nº 214, Julio de 1981, Buenos Aires, pg. 45.

[4] Bernard, Tomás. “Régimen municipal argentino”; Buenos Aires, Depalma, 1976, pg. 4.

[5] Rosa, José María. “Del municipio indiano a la provincia argentina”; cit. por Civilidad, Nº14, Noviembre-Diciembre/1983, Buenos Aires, pg. 5.

[6] Rosa, José María. “Historia Argentina”; Buenos Aires, Juan C. Granda, 1965, T. I, pgs. 239/241.

[7] Bernard, op. cit., pgs. 4/6.

[8] V. Latella Frías, Donato. “El Cabildo de Córdoba”; Córdoba, Municipalidad de Córdoba, 1981, pg. 33.

[9] V. Montejano, op. cit., pg. 52.

[10] Latella, op. cit., pg. 30.

[11] Memen, Carlos. “Mensaje al Congreso”; 8-7-1989.

[12] Discurso ante la Legislatura, 25-5-1836; cit. por Irazusta, Julio. “De la epopeya emancipadora a la pequeña Argentina”; Buenos Aires, Dictio, pg. 227.

[13] V. Bernard; op. cit., pg. 16.

[14] V. García de Entrerría, Eduardo. “Revolución Francesa y Administración contemporánea”; Madrid, Taurus, 1981, pgs. 99/137.

[15] Ibidem, pg. 119.

[16] V. Torres, Julio Cesar. “El origen del Municipio argentino. Polémica Alberdi-Sarmiento”; en Civilidad Nº 21, diciembre de 1987, pgs. 67/70.
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El concepto de soberanía en la Independencia Argentina

Este trabajo pretende sistematizar una conclusión sobre el tema, ordenando los datos y opiniones dispersas, de distintas fuentes. La cuestión de la soberanía constituye un tópico fundamental en la filosofía política, con evidente proyección sobre la realidad social. Lo que aquí nos interesa dilucidar es el fundamento intelectual de la posición sustentada por los patriotas argentinos en el proceso de la independencia nacional.

Si bien la declaración formal se produce recién en 1816, la emancipación comienza en 1810, al constituirse una Junta de Gobierno que desplaza al Virrey, por considerarse haber caducado el gobierno soberano de España y la reversión de los derechos de la soberanía al pueblo de Buenos Aires. En el Cabildo Abierto del 22 de mayo, la mayoría de los asistentes respaldó el voto de Cornelio Saavedra que finalizaba con la conocida expresión: “que no quede duda de que el pueblo es el que confiere la autoridad o mando”. La resolución del conflicto mereció interpretaciones diferentes, que vamos a analizar sucesivamente.

4.1. Influencia de Rousseau
Hasta mediados del siglo XX, era opinión generalizada que la frase de Saavedra y la argumentación previa de Castelli, estaban fundamentadas en Rousseau y su tesis de la soberanía popular. Interpretación que puede rechazarse de plano, teniendo en cuenta dos aspectos.

A) Una cuestión de hecho: el Contrato Social de Rousseau, además de haber tenido poca aceptación en España a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX[1], sólo parece haber sido conocido entre los patriotas que actuaron en el Río de la Plata, antes de mayo de 1810, por el Deán Funes[2]. Recién a comienzos de 1811 se termina de reimprimir esta obra en Buenos Aires, por disposición de Mariano Moreno, quien suprimió el capítulo VIII, del Libro IV, y varios pasajes donde “el autor tuvo la desgracia de delirar en materias religiosas”.

Sin negar que haya influido posteriormente, caba recordar que en febrero de ese año, el Cabildo llegó a la conclusión “que en la parte reimpresa del Contrato Social de Rousseau no era de utilidad a la juventud, y antes bien pudiera ser perjudicial, ...y en vista de todo creyeron inútil, superflua y perjudicial la compra que se ha hecho de los doscientos ejemplares de dicha obra”.[3]

B) El otro aspecto a tener en cuenta, es el contenido en sí de la obra. Puede afirmarse que la misma es incompatible con los argumentos utilizados en el Cabildo de Mayo, donde se alegó la reversión de los derechos de la soberanía al pueblo. En efecto, en la obra del ginebrino se sostiene que el ejercicio de la voluntad general, o sea la soberanía, no puede nunca ser enajenada; el poder puede ser transmitido, pero no la soberanía, lo que significa que no puede volver al pueblo[4].

4.2. Influencia del P. Francisco Suárez
Entre quienes atribuyen al P. Francisco Suárez la mayor influencia en los sucesos de Mayo, se destaca el P. Guillermo Furlong quien afirma que “fue el filósofo máximo de la semana de Mayo, el pensador sutil que ofreció a los próceres argentinos la fórmula mágica y el solidísimo substrato sobre qué fundamentar jurídicamente y construir con toda legitimidad la obra magna de la nacionalidad argentina”[5].

Recordemos que Suárez, en su Defensio fidei, rebate la argumentación del rey de Inglaterra, Jacobo I, quien sostuvo que el poder de los reyes procede inmediatamente de Dios. Según el Doctor Eximio, la sociedad civil se estructura políticamente mediante dos pactos. Por el primero -pacto de asociación- se concreta la necesidad de los hombres de unirse, por tendencia natural; una vez formada la sociedad, se formaliza el segundo acuerdo -pacto de sujeción-, mediante el cual se traslada el poder a los gobernantes. Es decir, que Suárez rechaza el llamado derecho divino de los reyes, sosteniendo que la autoridad política no proviene directamente de Dios, sino por intermedio del pueblo, que la confiere -expresa o tácitamente- al gobernante, y la recupera en caso de vacancia o de tiranía[6].

Si bien la doctrina de Suárez fue difundida ampliamente en los dominios españoles, creemos que no puede haber influido en la independencia argentina, por varios motivos:

A) El propio Furlong reconoce que: “Es posible que el Río de la Plata haya sido la región americana donde fue menor la influencia de Francisco Suáres...”.[7]

B) A raíz de la expulsión de la Compañía de Jesús, en 1767, fue prohibida, por Cédula Real del año siguiente, la difusión de la doctrina de sus maestros. Por ejemplo, en la Universidad de Córdoba, donde la enseñanza quedó a cargo de los franciscanos, éstos “rectificaron lo que se llamaba doctrina jesuítica, sobre todo en lo que se refiere a la Teoría del Poder”[8].

El Dr. Roberto Peña afirma que, precisamente, en la Cátedra de Instituta, creada en 1791: “Ya no era Suárez, el Eximio, quien informaba la mente de los jóvenes escolares, sino los juristas defensores del poder divino de los reyes”. Hasta se incluyó en el juramento de los doctores, esta curiosa frase: “juro también, que yo detesto y detestaré mientras viva...la doctrina acerca del Tiranicidio...”[9].

C) Cabe recordar, que ni siquiera entre los jesuitas era aceptada unánimemente la doctrina de Suárez, pudiendo citarse que ya en 1624 algunos maestros de Lima rechazaban sus opiniones. En carta del 20 de febrero de ese año, el General de los Jesuitas le indica al fundador de la universidad de Chuquisaca, P. Juan de Frías Herrán, que “a ningún maestro ni estudiante se le lha de obligar que siga a este o aquél doctor, sino que se le deje libertad para seguir la doctrina de los Padres Molina, Suárez, Vázquez y Valencia...”[10]

También Furlong admite que: “Entre nosotros (en el Río de la Plata) sólo conocemos una mención explícita a Suárez, y ella se encuentra en la nota que, con fecha 12 de octubre de 1811, elevó el Obispo Orellana a las autoridades nacionales desde su prisión de Luján”[11].

D) No existe ninguna evidencia de que Castelli conociera la obra de Suárez, y no es creíble que se inspirara en esta doctrina católica, teniendo en cuenta su actuación posterior en el Alto Perú, donde permitió a Monteagudo la ejecución de actos irreligiosos sumamente graves.

4.3. Influencia del Iluminismo
La tesis del derecho divino de los reyes fue adoptada como doctrina oficial por la dinastía borbónica. A fines del siglo XVIII se difundieron en América las ideas iluministas y del despotismo ilustrado, cuya influencia se advierte en patriotas como Belgrano, Vieytes, Mariano Moreno y el Deán Funes. En el primer número del Telégrafo Mercantil, publicado en 1801, puede leerse: “Fúndense aquí nuevas escuelas, donde para siempre, cesen aquellas voces bárbaras del Escolasticismo...”[12].

pudiendo señalarse la importancia de su creador, Hugo Grocio, para el análisis de este tema.

A) El vocablo soberaníaDebemos considerar que la palabra soberanía que utilizan Castelli y otros de los participantes del Cabildo de mayo, no pertenece al vocabulario escolástico, lo que obliga a indagar de dónde se adopta, y con qué sentido. Por una parte, como señala Tanzi[13], el vocablo era utilizado en España y América, en esa época, como equivalente a autoridad o gobierno, y no entendido como el ejercicio de la voluntad general rousseauniana.

Por otra parte, Zorraquín Becú demuestra la “identidad de pensamiento y hasta de vocabulario”, entre la argumentación de Castelli y lo sostenido por Grocio en el Derecho de la Guerra y de la paz, donde afirma:“...la Monarquía más absoluta no impide que el Pueblo, que ha quedado sometido, no sea el mismo que cuando era libre...Porque si la Soberanía reside entonces en la persona del Rey, como en el Jefe del Pueblo, ella permanece siempre en el Cuerpo del Pueblo, como en un Todo, del cual el Jefe es una parte. Y de aquí viene que si el Rey de un Reino Electivo, o la Familia Real de un Reino Hereditario, vienen a faltar, la Soberanía vuelve al Pueblo.”(Lib. II, cap. IX, P. VIII, nº 1)

En otro párrafo de su obra, Grocio contempla, precisamente, el caso que se daba en el Río de la Plata :"Ocurre a veces que no hay sino un solo Jefe de varios Pueblos, los cuales sin embargo forman cada uno un Cuerpo perfecto...Y una prueba cierta de que, en el caso de que se trata, cada Pueblo es un Cuerpo de Estado perfecto, es que, al extinguirse la Familia Reinante, el Poder Soberano vuelve a cada uno de los Pueblos antes reunidos bajo unmismo Jefe.”(Lib. I, cap. III, p. VIII, nº 4)[14]

B) Para añadir otro elemento de juicio, resulta interesante mencionar al P. Antonio Sáenz, Secretario del Cabildo Eclesiástico, quien participó en la reunión del 22 de mayo y votó por la destitución del Virrey, afirmando, en consonancia con Castelli, “que ha llegado el caso de reasumir el Pueblo su originaria autoridad y derechos”[15]. Este sacerdote fue después fundador de la Universidad de Buenos Aires, y escribió la obra Instituciones elementales sobre el Derecho Natural y de Gentes, donde consta la enseñanza que impartió en la Cátedra del mismo nombre, en 1822/1823.

En esta obra se critica expresamente la tesis de Rousseau, pero no puede asegurarse, sin embargo, como lo hace Marfany, que su posición es “de la más pura ortodoxia”[16]. Por el contrario, en su libro no cita a autores escolásticos y, en cambio, “son frecuentes sus referencias a Grocio, Pufendorf, Wolf, Heinecio, Vattel y Hobbes, ya para criticar parcialmente sus doctrinas, ya para adoptar sus enseñanzas”[17], lo que indica que incluso los sacerdotes ilustrados que actuaron en la emancipación tuvieron una posición intelectual ecléctica.

C) Debemos agregar, que un año antes de la Revolución, Castelli, en su defensa del inglés Paroissien, argumentó que el establecimiento de las Juntas en España era ilegítimo pues “no hay pacto específico o tácito de reservación en la nación”. Esta postura es análoga a la de Jovellanos y diferente a la que iba a sostener Castelli en el Cabildo Abierto[18]. Lo que induce a creer que esta hábil abogado utilizó en su discurso de Mayo la argumentación que consideró más conveniente desde una perspectiva práctica. Y acertó, pues no fue rebatida, habiendo impugnado el Fiscal Villota únicamente el derecho del pueblo de Buenos Aires a formar por sí solo un gobierno soberano.

4.4 Tradición política hispánica
Los sucesos de Mayo no salieron nunca del marco de la propia tradición política hispánica, que tuvo características singulares. “A partir de la conversión de Recaredo (587), y sobre todo de la promulgación del Liber Judiciorum (654), la monarquía hispano-goda se convierte en un principado dirigido a realizar el bien comun, y está sometido a las leyes, a las costumbres y a las normas religiosas y morales” [19].

Esta tradición alcanza su madurez intelectual con la escuela teológica y jurídica española del siglo XVI, cuya posición sobre el tema pasamos a resumir. Todos los autores de la época reconocen que el poder legítimo proviene de Dios; “el poder civil, la autoridad suprema, la soberanía, tres nombres de una misma cosa, es una cualidad natural de las sociedades perfectas. La Naturaleza se la otorga y como el autor de la Naturaleza es Dios, de Dios viene como de primero y principal origen este atributo esencial de las sociedades humanas...”[20].

Ahora bien, cuando en 1528, siendo emperador Carlos V, se eligió a Martín de Azpilicueta, para la disertación pública anual, en la Universidad de Salamanca, a la que se otorgaba gran importancia, este profesor desarrolló la tesis de que: “El reino no es del rey, sino de la comunidad, y la misma potestad regia no pertenece por derecho natural al rey sino a la comunidad, la cual, por lo tanto, no puede enteramente desprenderse de ella”[21].

Luis de Molina, por su parte, distingue lo que actualmente se denomina soberanía constituyente y soberanía constituida, o sea, entre la potestad fundamental, que pertenece originariamente a la comunidad y que conserva siempre, y aquel poder que libremente atribuye al costituir un régimen políticamente determinado. Así explica en De Iustitia: “Creado un rey no por eso se ha de negar que subsisten dos potestades, una en el rey, otra cuasi-habitual en la república, impedida en su ejercicio mientras dura aquella otra potestad, pero sólo impedida en cuanto a las precisas facultades, que la república obrando independientemente encomendó al monarca. Abolido el poder real, puede la república usar íntegramente de su potestad”[22].

Ya las Partidas definían al Rey como cabeza que rige los miembros del cuerpo de una comunidad. Esta concepción analógica de la sociedad, permite distinguir dos aspectos de la doctrina española de la soberanía. El problema está tratado en Vitoria, quien llama potestas al poder público correspondiente a la comunidad por derecho natural, al constituir una sociedad perfecta, mientras define como un oficium al ejercicio de esa potestad por el gobernante. De esta forma, se institucionaliza el poder estatal, que se concibe como sujeto al derecho. “Por consiguiente, la comunidad perfecta tiene potestad como un poder ser, que se perfecciona al transformarse en acto en el oficio”[23].

El vocablo soberanía, que introduce Bodino, no es más que una expresión equivalente a majestas o summa potestas que utilizaban los juristas españoles para indicar la particularidad del poder del Estado, que se define por la cualidad de no reconocer superior. Pero Bodino agrega que “es el poder absoluto y perpetuo en una República”, lo que perfila una diferencia clara con el enfoque de los pensadores españoles: la desvinculación del poder supremo de la ley.

“Un legislador -dice Vitoria- que no cumpliera sus propias leyes haría injuria a la república, ya que el legislador también es parte de la república. Las leyes dadas por el rey, obligan al rey...”[24]. El gobernante, entonces, posee una facultad suprema, en su orden, pero no indeterminada ni absoluta. El poder se fundamenta en razón del fin para el que está establecido y se define por este fin: el bien común temporal.

4.5. Fundamentación del discurso de Castelli
En su discurso en el Cabildo, Castelli afirmó -según la versión conocida- “que el pueblo de esta Capital debía asumir el poder Majestas o los derechos de la soberanía”, sosteniendo su argumento “con autores y principios”[25]. Como no se conoce el texto completo de su alegato, únicamente podemos deducir quienes eran esos autores y cuales los principios.

Ya señalamos la probable influencia de Grocio, en la elaboración de las frases mencionadas, pero, como Castelli no fue rebatido, es razonable pensar -como lo hace Marfany- que la bibliografía citada era la utilizada habitualmente por los abogados, sacerdotes y funcionarios. Para ello, conviene recordar el sermón del Deán de la Catedral y profesor de Teología del Colegio de San Carlos, Estanislao de Zavaleta, en el Tedeum oficiado por el Obispo, el 30 de mayo, con presencia de las nuevas autoridades. En esa ocasión, se refirió a los derechos de soberanía, “que según el sentir de los sabios profesores del derecho público, habíais reasumido”[26].

Parece razonable deducir que los autores utilizados por Castelli fueron esos profesores del derecho público, cuya doctrina era conocida especialmente a través de algunas obras de uso común en América. Una de ellas es la Política para Corregidores y señores de vasallos, de Jerónimo Castillo de Bovadilla, que prevía para el caso de acefalía: “Y no es mucho que en este caso provea el pueblo Corregidor y se permita, pues faltando parientes de la sangre y prosapia real, podría el reino por el antiguo derecho y primer estado, elegir y crear rey”[27].

Otra obra digna de recordar es Didacus Covarrubias a Leiva, de Diego Ibañez de Faría, que se desempeñó como magistrado en la primera Audiencia de Buenos Aires. Allí se señala: “...faltando el legítimo sucesor de real progenie, la suprema potestad es devuelta al pueblo”[28]. Ambas obras desarrollaron una fórmula que ya se encuentra en las Partidas (siglo XIII) como una de las formas de obtener legítimamente el poder[29].

Esto significa que la Revolución de Mayo se realizó sin apartarse de la propia legislación vigente. En efecto, Castelli presentó en su discurso un problema concreto; al haber sido obligado a salir de España el Infante don Antonio, caducaba el gobierno soberano, puesto que el Virreynato estaba incorporado a la Corona de Castilla, y no tenía obligación de subordinarse a otro órgano de gobierno. La norma respectiva está incluida en la Recopilación de Leyes de Indias, en la Ley I, Título I, libro III, promulgada por el Emperador Carlos V, en Barcelona, el 14 de setiembre de 1519, que dispone: “Que las Indias Occidentales estén siempre reunidas a la Corona de Castilla y no se puedan enagenar”[30].

4.6. El voto de Saavedra
Es opinión común entre los autores considerar que el voto de Saavedra en el Cabildo, al que adhirío la mayoría de los asistentes, implica el reconocimiento del pueblo como fuente de la soberanía, ya sea en la versión rousseauniana o en la suareciana. El voto terminaba con la famosa frase: “y que no quede duda de que el pueblo es el que confiere la autoridad o mando”.

Creemos más atinada la interpretación de Marfany[31]: que el propósito de Saavedra fue corregir parcialmente el voto del General Ruiz Huidobro, que fue el primero en votar contra el Virrey, opinando que su autoridad debía reasumirla el Cabildo como representante del pueblo.

Saavedra, que se había desempeñado en el Cabildo como Regidor, Síndico Procurador y Alcalde, comprendió que la fórmula propuesta era defectuosa, pues el Cabildo no podía ejercer actos de soberanía como el que se le pretendía conferir. Era un gobierno representativo del pueblo, pero destinado al gobierno municipal, de modo que la facultad de formar una junta que reemplazara al Virrey debía surgir de una atribución expresa del Cabildo Abierto.

Que esta intención fue comprendida por el Cabildo surge del Reglamento que dictó para la Junta, que expresa en su cláusula Quinta, que, en caso de que las nuevas autoridades faltasen a sus deberes, procedería a su deposición, “reasumiendo para este sólo caso la autoridad que le ha conferido el pueblo”.

4.7. Conclusión
La independencia argentina, como lo reconocen hoy todos los historiadores de prestigio, se produjo como una consecuencia lógica de los sucesos de España[32], y no por influencia de las revoluciones norteramericana y francesa, ni de los autores de la Enciclopedia. Existió sí, una combinación de influencias intelectuales diferentes y a veces contradictorias, con utilización de autores modernos, pero sin que se produjera una “acentuada inclinación modernista”[33].

La tradición política hispánica, de sólida raíz católica, es la que prevaleció en el proceso emancipador, lográndose “una síntesis admirable” al incorporar ideas contemporáneas depuradas de “toda connotación agnóstica”[34]. Ünicamente así puede entenderse que en el Congreso de Tucumán, en 1816, se dispusiera que la Declaración de Independencia debía ser jurada “por Dios Nuestro Señor y la señal de la Cruz”.

Decía Ricardo Font Ezcurra que “la historia es en esencia justicia distributiva: discierne el mérito y la responsabilidad”. Por eso no se puede limitar al relato de los hechos, sino que debe investigar las causas de los hechos. Eso es lo que hemos procurado, en relación a un aspecto sustancial del surgimiento de nuestra sociedad como Estado independiente.

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[1] V. Sanchez Agesta, Luis. “El pensamiento político del despostismo ilustrado”; cit. por Ricardo Zorraquín Becú. “Algo más sobre la doctrina jurídica de la Revolución de Mayo”, Fac. de Derecho y C. Sociales, Universidad de Buenos Aires, Revista del Instituto de Historia del Derecho, Nº 13, 1962, pg. 158.

[2] “No costa de un sólo patriota que, con anterioridad a noviembre de 1810, tuviera noticias del Contrato Social, excepción hecha de Funes...”. Guillermo Furlong. “Los jesuitas y la escisión del Reino de Indias”; Buenos Aires, Amorrortu, 1960, pg. 31.

[3] Furlong, op. cit., pg. 66.

[4] “Algunos han pretendido que el acto de esta institución era un convenio entre el pueblo y los jefes que él nombra; contrato por el cual se estipulaban entre las dos partes las condiciones por las cuales una se obligaba a mandar y otra a obedecer”.

“...la autoridad suprema no puede modificarse, como no puede enajenarse; limitarla, es destruirla. Es absurdo y contradictorio que el soberano se dé a sí mismo un superior, obligarse a obedecer a un amo es entregarse en plena libertad”.

“En el Estado no hay más que un contrato, el de asociación; y sólo éste excluye cualquier otro. Imposible imaginar ningún contrato público que no fuera una violación del primero”.

Juan-Jacques Rousseau. “El Contrato Social”; Madrid, Aguilar, 1970, pgs. 102 y 103. Cfr. Héctor Tanzi. “El poder político y la independencia argentina”; Buenos Aires, Cervantes, 1975, pg. 169. Zorraquín Becú, op.cit., pg. 159.

[5] Furlong, op. cit., pg. 66.

[6] “La potestad civil, por su naturaleza, está en la misma comunidad...” (Defensio fidei, 3,3,13). “En efecto...por derecho natural inmediato, sólo la comunidad humana perfecta y congregada políticamente para formar el cuerpo de una república, tiene la Suprema jurisdicción temporal sobre sí misma...” (Ibidem, 3,5,11). “Dondequiera que el régimen no es democrático, el pueblo ha transferido la suprema potestad” (De legibus, 3,19,7). “No puede (el pueblo), a su arbitrio, o cuando se le antoje, proclamar su libertad, pero es obvio que puede hacerlo cuando hay razón suficiente para ello, y debe hacerlo si el Rey desaparece sin dejar legítimo sucesor, ya sea un vástago o persona de la realeza, ya sea una persona moral” (Defensio fidei, 7,13,5). Cit. por Furlong, op. cit., pgs. 50/55.

[7] Furlong, op. cit., pg. 33.

[8] Peña, Roberto. “Conclusiones jurídicas. Defendidas en la Universidad de Córdoba a fines del siglo XVIII, Universidad de Córdoba, 1952, pg. 3.

[9] Idem, pg. 9 y 18. “En 1797 los regulares de Córdoba pedían ante la Corte que se les reconociera el privilegio de dirigir la Universidad, argumentando que por entonces: En treinta años corridos desde el encargo interino de los regulares Franciscanos, forzosamente se instruyeron y formaron los sobresalientes individuos, maestros, Licenciados y Doctores, graduados desde aquella en sana doctrina, con olvido y destierro de la teología suarista y doctrina del probabilismo”. Cit. por Tanzi, op. cit., pg. 134.

“Francisco Fuárez, muy alejado de estos problemas, fue agrandado por los jusuitas de nuestra Patria y hasta lo presentaron como un autor teológico del 25 de Mayo de 1810. (...) A Suárez hay que estudiarlo como un teólogo eximio, pero no mezclarlo con temas americanos, en los cuales no tuvo nada que hacer”. Enrique de Gandía, en el Prólogo de Pedro Cóccaro. “El origen hispánico del Americanismo”, Imprenta Rapigraf, 1991, pgs. 6/7.
[10] Furlong, op. cit., pg. 35.

[11] Idem, pg. 76.

[12] Zorraquín Becú, op. cit.,pgs. 159/160, 154.

[13] Tanzi, op. cit., pg. 267.

[14] Cit. por Zorraquín Becú, op. cit., pgs. 149/150.

[15] Cit. por Roberto Marfany. “El Cabildo de Mayo”; Buenos Aires, Macchi, 1982, pgs. 81 y 85/87.

[16] Saenz, Antonio. “Instituciones elementales sobre el Derecho Natural y de Gentes”; Curso dictado en la Universidad de Buenos Aires, en los años 1822/1823; Fac. de Derecho y C. Sociales, UBA, 1939, pg. 70.

[17] Zorraquín Becú, op. cit. pg. 169.

[18] Idem, pg. 157.

[19] Zorraquín Becú, Ricardo. “La organización política Argentina en el período hispánico”; Buenos Aires, Perrot, 1981, pg. 11.

[20] Buillon y Fernández, Eloy. “El concepto de la soberanía en la escuela jurídica española del siglo XVI”; Madrid, Revadeneyra, 1935, pg. 21.

[21] Idem, pgs. 26/27.

[22] Idem, pg. 34.

[23] Sánchez Agesta, Luis. “El concepto del Estado en el pensamiento español del siglo XVI”; Madrid, 1959, pgs. 41/42.

[24] Idem, pg. 102.

[25] Marfany, op. cit., pg. 89. Castelli postula luego: “la reversión de los derechos de la Soberanía al Pueblo de Buenos Aires y su libre ejercicio en la instalación de un nuevo gobierno”.

[26] Idem, pg. 90.

[27] Idem, pgs. 96/97.

[28] Idem, pg. 98.

[29] “...quando lo gana por anuencia de todos los del Reyno, que lo escogieron por Señor, no habiendo pariente, que deba heredar el Señorío del Rey finado por derecho”. (2º, y, 9).

[30] La ruptura del pacto con la Corona, es estudiada detalladamente por Francisco E. Trusso, “El derecho de la revolución en la emancipación americana”; Buenos Aires, Emecé, 1964.

“No sólo encontró su fundamentación en el derecho, sino que su desarrollo también se hizo utilizando las instituciones existentes...sin violencia y sin modificar el derecho que entonces regía”. Zorraquín Becú, cit. por Guillermo Furlong, “Cornelio Saavedra, Padre de la Patria”; Buenos Aires, Club de Lectores, 1960, pgs. 61/62.

[31] Marfany, op. cit., pgs. 121/122. Sobre la posición de Saavedra, interesa citar lo que expresó en una carta a B. O Higgins, el 9-12-1818: “...aconsejo a Ud. viva precavido principalmente de todo extranjero, mucho más si es francés, Alemán, Italiano, etc. Los más de los que aquí nos han aparecido son hombres formados en la revolución más desastrosa que ha tenido el mundo; (...) La obra de nuestra libertad fue puramente nuestra, en su origen, lo ha sido en progresos, y lo será en su fin y terminación”. Cit. por Furlong, C. Saavedra..., citada, pgs. 60/61.

[32] “...la emancipación de 1810 se explica dentro del sistema de la Historia de España...”. “Nada más absurso que interpretar la Revolución hispanoamericana como una imitación simiesca de la Revolución norteamericana y de la Revolución francesa o una repetición de principios profesados por publicistas de la América del Norte y enciclopedistas de Francia del siglo XVIII”. Ricardo Levene, “Las Indias no eran colonias”; Madrid, Espasa-Calpe, 1973, pg. 147.

“...cuando llegó el momento de justificar el derecho al gobierno propio, siempre fue la ley positiva y el autor nacional el llamado a probar tal postura. No hemos dado con pruebas que desdigan esta coclusión”. H. Tanzi, op. cit. pg. 199.

Trusso, op. cit., pg. 14.

Marfany, op. cit., pg. 99.

Agustín de Vedia. “Significación jurídica y proyección institucional de la declaración de la independencia”; Academa Nacional de Derecho y C. Sociales de Buenos Aires, 1967, pgs. 37/39, 83/84.

[33] Zorraquín Becú, op. cit., pg. 170.

[34] Peña, Roberto. “Los sistemas jurídicos en la enseñanza del Derecho en la Universidad de Córdoba (1614-1807), Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, 1986, pgs. 186/201.